“Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre”. (Juan 12:27-28)
A pesar de toda la oposición y el anticipo de lo que le deparaba en el Gólgota, el Hijo de Dios jamas perdió de vista su misión. Al entrar en este mundo, él dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (He. 10:7). Luego de 33 años, él afirmó su rostro para ir a Jerusalén (véase Lc. 9:51)—la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que son enviados a ella (véase Mt. 23:37). Ni los judíos (véase Jn. 11:8), ni Herodes (véase Lc. 13:31-32), ni sus propios discípulos pudieron detenerlo (véase Mt. 16:21-23). Su determinación era tan firme como la roca—“He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre” (Lc. 18:31).
¡“Padre, glorifica tu nombre”! ¡Qué devoción y consagración incondicional a Dios emana de esta oración! El Hijo de Dios había venido para glorificar a su Padre por medio de la muerte. Quería magnificarlo delante de los hombres y los ángeles—incluso si el cumplimiento de este deseo le costaba todo. Durante su vida, él dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9). En la cruz se hizo plenamente evidente lo mucho que Dios amó al mundo, y cuán justo y santo es en realidad. ¡En 6.000 años de historia humana, Dios nunca había sido glorificado tanto como en el sufrimiento y muerte de Jesús en la cruz del Calvario!
Así como la luz brilla más intensamente en la oscuridad, a menudo Dios es glorificado más poderosamente cuando confiamos en él y perseveramos en medio del sufrimiento. Lo glorificamos en las circunstancias difíciles cuando nos rendimos a su voluntad sin rebelión, y decimos: “Sí, Padre”. Dios fue glorificado maravillosamente en el calabozo de Filipos cuando los pisioneros escucharon a Pablo y Silas, cuyos pies estaban en el cepo, cantando alabanzas a Dios (véase Hch. 16:25). Pedro, como casi la mayoría de los doce apóstoles, iba a glorificar a su Maestro en su martirio (véase Jn. 21:19). Esteban glorificó al Señor Jesús en el mismo momento en que los judíos lo apedreaban—porque fue en ese momento, cuando enfrentó la muerte, que la vida de Jesús resplandeció en él con mayor intensidad (véase Hch. 7:55-60).
¿Cómo se glorifica Dios en tu vida? Cuando haces visible en tu vida algo de la vida o la mente de Jesús (véase 2 Co. 4:10). Esta nueva vida te fue dada por Dios en el momento de tu conversión. ¡Ahora es un asunto de vivir esa vida de forma práctica! Pero esto solo acontecerá si te das cuenta, por la fe, que has muerto con Cristo al pecado, y lo dejas vivir en ti en el poder del Espíritu Santo (Gá. 2:20). ¡Sin muerte no hay vida!
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5)
¿Cómo reaccionas cuando Dios te llama, o a alguien muy cercano a ti, a realizar una tarea difícil, incluso peligrosa para tu vida? ¿Puedes (a la luz de la eternidad) decir en tal situación, con sobriedad e integridad: “Padre, glorifica tu nombre”? La primera preocupación de Pablo no era ser librado de la cárcel, sino más bien que Cristo pudiese ser magnificado en su cuerpo, ya sea por vida o por muerte (véase Fil. 1:20). ¿Es este tu mayor objetivo también?
Traducido del libro "Dependence in the Life of Christ" de J. P. Svetlik
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